Lviv, la tensión de una ciudad en un clima pre-bélico | Descifrando la Guerra

2022-08-13 12:10:52 By : Ms. Elsa Lee

La ciudad de Lviv -Leópolis en castellano, Lemberg en alemán- es hoy en día uno de los centros periodísticos, políticos y migratorios más importantes de Ucrania. Lviv es actualmente un lugar al que todos quieren llegar para poder alcanzar lo antes posible las fronteras del Espacio Schengen. Antes de la guerra, no obstante, yacía al margen de la burbuja mediática. Conocida generalmente en Ucrania pero no fuera del país, es una ciudad con un casco antiguo que nada tiene que envidiarle a los de Europa Central, en la que se podía ver ballet de calidad a precios irrisorios y cenar en buenos restaurantes georgianos. La llegada de la guerra, no obstante, la ha convertido en un lugar completamente diferente.

Lviv es la ciudad grande más cercana a Europa Central de todo Ucrania, pero no sólo geográficamente. Hasta 1939, formaba parte de Polonia, por lo que estuvo menos tiempo bajo la rusificación impulsada por la Unión Soviética. Uno de los aspectos en los que contemplamos el hecho diferencial de Lviv es en la religión. Igual que sus vecinos polacos, Lviv es de tradición católica, mientras que la mayoría de Ucrania es de confesión cristiana ortodoxa. Además, en referencia al tema lingüístico, la cantidad de ucranianoparlantes es mucho mayor en porcentaje que en relación a las ciudades del este, por lo que no es extraño que el sentimiento nacionalista en Lviv tenga un arraigo distinto, de mayor impulso. Tampoco sería de extrañar que, en caso de una posible caída de Kiev, Lviv sea la primera opción a considerar como capital provisional. Muchas embajadas y consulados, de hecho, ya se han movido hacia la ciudad occidental.

Una de las partes que más atención está recibiendo de los medios de comunicación es sin lugar a dudas la evacuación ferroviaria que se está llevando a cabo en el país. Los trenes de Ukrzaliznytsia -ferrocarriles ucranianos- son imprescindibles para evacuar a civiles, pues cuentan con una red muy extensa y convoyes que llegan al kilómetro de distancia. La estación más popular es la de Lviv (junto a la de Kiev), un edificio majestuoso que recibe una flujo constante de migrantes que es difícil de gestionar.

De la estación de Lviv emana una de las estampas más tristes de la Europa contemporánea. Allí encontramos hileras de personas haciendo cola para embarcar los trenes que les llevarán hacia la frontera polaca, la ruta más solicitada de todas. En los andenes exteriores, caída la noche y los copos de nieve, la situación es caótica. Centenares de familias cruzan las vías con todas sus pertenencias, en medio de una niebla espesa y de un singular aroma a combustible quemado, que proviene de las enormes locomotoras. Gente rechazada a pie de vagón, revisoras pegando gritos y gente preguntando sin cesar a ver si corre la suerte de estar en andén correcto.

Al mismo tiempo, no cesan de llegar trenes del oeste que se dirigen a Kiev y que se empaquetan con toneladas de ayuda humanitaria. Una ayuda que también vemos en el exterior de la estación: carpas sirviendo comida caliente, barriles encendidos con madera traída por los bomberos, ayuda médica, voluntarios ucranianos e internacionales por doquier… En la entrada, uno de ellos me pide ayuda para subir a una señora mayor que va en silla de ruedas. Imaginad lo difícil que debe ser huir así. De la misma forma que todos aquellos que huyen con sus hijos pequeños, sus perros en brazos, sus gatos en gabias o incluso con sus cobayas o periquitos acompañados de maletas con ruedas, bolsas de gimnasio o mochilas de todo tipo. Todo sirve para llevarse unas pertenencias que nadie sabe para cuánto tiempo.

El clima que se vive en la estación no es para nada un reflejo de la ciudad en sí. Una vez se abandona la estación, una relativa calma es persistente y no existe ni un ápice de la psicosis colectiva que caracteriza  la puerta de salida más importante del país. Las calles de la ciudad no están para nada repletas de migrantes, aunque es usual ver algunas familias con sus maletas que, o bien acaban de llegar o bien se dirigen hacia la estación.

Los hostales, eso sí, están prácticamente llenos. El nuestro, el Dream Hostel Lviv, acostumbrado a recibir a mochileros procedentes de Europa Central, ahora recibe a familias ucranianas con niños y a estudiantes de otras ciudades del país. Encontramos a Ahmed, un estudiante jordano de Ammán que lleva casi siete años estudiando medicina en Ucrania. Me dice que en un mes se gradúa y que se va ha quedar en Lviv hasta que pueda obtener el título. Ahmed habla ucraniano perfectamente y es uno más de los integrantes de la gran familia de extranjeros que residían a largo plazo en Ucrania. En el hostal conocemos también a James, que dirige una organización que ayuda a la gente a salir del país por las diferentes rutas de escape (Polonia, Hungría, Eslovaquia, Rumanía y Moldavia). Es de Nueva York y vivía en Kiev desde hacía años, cuando de golpe todo esto le sorprendió. Al igual que Ahmed, comenta que no se piensa ir de Lviv hasta que no sea estrictamente necesario.

La ciudad está relativamente tranquila, sí, pero en ella se respira un ambiente de tensión que en cualquier momento puede agravarse. Recordemos que los rusos ya atacan Zhytomyr, acercándose cada vez más al extremo occidental del país. Por la calle es común cruzarse con soldados ucranianos o con miembros de los grupos de defensa, además de policías armados con metralletas. Asimismo, las ventanas de las plantas bajas de algunos hospitales están completamente selladas con sacos de arena, reflejando que se trata de una ciudad consciente de que en cualquier momento todo puede cambiar. Las barricadas comienzan a formarse en torno a edificios oficiales y algunas universidades, con destacamentos de hombres armados que portan brazaletes amarillos en sus brazos derechos mientras realizan labores de vigilancia.

En edificios singulares de la ciudad, como los museos de la Plaza del Mercado o el Teatro de María Zankovetska, encontramos las organizaciones de voluntarios. Lo que hace poco más de una semana era la cartelera de las obras de teatro ahora son montones de papeles con mensajes patrióticos y notas informativas escritas a mano. El reclutamiento de voluntarios está siendo una tarea importante para conformar una especie de fuerza paramilitar de defensa ciudadana que, además de gente para luchar, también recluta a ingenieros, médicos, científicos o geólogos, entre muchos otros. Así lo publican en los diferentes panfletos pegados con cola líquida en los paneles informativos de la ciudad, apelando al patriotismo y a la colaboración ciudadana, dejando constancia de que cualquier oficio es útil para la defensa del país.

Por otra parte, donde se ven más colas no es ni en bancos ni en supermercados, sino en las tiendas de armas. En tiendas como la armería STVOL, situadas en varias partes de la ciudad, encontramos colas de hasta treinta personas (la gran mayoría hombres) esperando a hacerse con un rifle o un cualquier arma que les ayude a repeler al enemigo cuando llegue a la ciudad. Yuri, un ucraniano de Kherson que conocí en Mukachevo, me comenta que está intentando hacerse con un arma pero que debido a la alta demanda que hay aún no lo ha conseguido. Las colas de gente se forman incluso antes de la apertura de la tienda, como aquel que quiere hacerse con el nuevo smartphone el día de su salida al mercado. Por las calles del casco antiguo es normal ver alguna persona sin uniforme aparente empuñando un arma.

En el mercado central de Krakivskiy, la sección dedicada a la venta de ropa está prácticamente desierta, pues sólo encontramos cinco o seis tiendas abiertas. Esas tiendas no venden ni calcetines, ni camisetas, ni tejanos, sino ropa militar: cinturones, pantalones de camuflaje o chaquetas con la bandera ucraniana bordada en el brazo. Las tiendas las frecuentan por supuesto hombres en edad militar, buscando su mejor atuendo para erigirse como un soldado de un día para otro.

Lviv es actualmente una ciudad con un abastecimiento correcto (en las circunstancias actuales), aunque para nada el ideal. Los supermercados son frecuentados habitualmente, pero para nada se terminan los recursos y las compras transcurren con cierta calma. Es completamente normal ver un 25% de las estanterías totalmente vacías, especialmente en productos esenciales como la pasta o el arroz. Hacer la compra de los víveres básicos es posible hoy en Lviv, aunque probablemente se tenga que visitar más de un supermercado.

Las estanterías de las bebidas alcohólicas yacen parapetadas detrás de cartones, cajas y cintas de plástico, evitando que nadie rompa con el decreto establecido por el gobierno ucraniano que prohíbe la venta de estos artículos. La decisión se intenta anticipar a posibles negligencias armadas botella en mano, lo que es una decisión bastante consciente con la situación. Veremos hasta qué punto se mantiene, pues hay una industria bastante grande en el país. Alrededor de la ciudad, podemos ver como las tiendas que venden alcohol (identificadas con la palabra Напоїв) solamente están autorizadas a vender tabaco. Las tiendas de cambio de moneda, por su parte, han subido el precio alrededor de un 25 %, a la vez que en muchas de ellas la parte de los rublos rusos está tachada o vandalizada de alguna forma.

En el mercado de Krakivskiy, el más grande de la ciudad, encontramos una actividad muy reducida. Pocos son los vendedores de pescado o carne que quedan en el majestuoso edificio central del mercado, de enormes ventanales, cortinas verdes y básculas del estilo soviético. En la parte exterior encontramos mayoritariamente a vendedoras que visten con gruesos abrigos oscuros, debajo de los cuales, se les deduce un delantal gastado por el paso de los años. Estas vendedoras ofrecen patatas, remolacha (para la elaboración del borscht), huevos a granel, dulces, paquetes de tabaco, cerillas con la bandera ucraniana o bien cigarros vendidos individualmente. Fajos de hryvnias, descoloridas y gastadas, pasan de las manos de compradores que hacen malabares para cuadrar las compras a las manos de vendedores que no sabrán qué género tendrán en su puesto el día de mañana. Muchos han cerrado ya.

Lviv convive también con unas sirenas antiaéreas que cada vez están más normalizadas en la conciencia colectiva. Son sirenas que desde hace una semana suenan a diario, pero que todo el mundo sabe que no anticipan cohetes o misiles. En el interior del hostal, los niños y adolescentes, alertados por una aplicación móvil, son los que nos dan la alerta, pues las sirenas a veces ni se oyen cuando se está dentro de un edificio. Casi cuarenta personas bajamos al menos una vez al día a lo que es una cocina subterránea, esperando que las alertas terminen. En el interior, madres y padres se sientan en una sala oscura con hijos, comfortándoles, mientras que otros miran el móvil o mantienen conversaciones con sus compañeros de refugio. Algunos huéspedes del hostal, incluso, ignoran el aviso y se quedan en sus habitaciones, a sabiendas de que posiblemente será otro aviso en vano.

El ayuntamiento de Lviv, por su parte, ha decretado un toque de queda que se alarga desde las 10 de la noche hasta las 6 de la mañana. Los toques de queda resultan ya familiares, pues eran un instrumento gubernamental habitual dentro del paquete de medidas anti-covid. No obstante, en este caso es una medida estrictamente militar que, en caso de no respetarse, puede tener consecuencias muy graves. No es un toque de queda pandémico, sino uno provocado por una guerra que cada vez está más cerca de la ciudad.

Después de varios días en Lviv tomé la decisión de abandonar el país vía oeste, por lo que preví varios días de viaje. En este caso, dada la gran afluencia de gente que ocupa la ruta polaca, hacia Przemysl, decidí optar por abandonar el país a través del Óblast de Transcarpatia. Esta vez, en lugar de hacerlo vía Hungría (como en la ida), lo haría a través de Eslovaquia, pues el municipio ucraniano de Uzhhorod (la capital del óblast) está a menos de una hora andando de la frontera y es un importante hub ferroviario. Decido emprender el viaje con ciertas precauciones, yendo con tiempo a la estación, pues el clima de aglomeración que hay es muy grande. Una vez en la estación se pueden ver dos enormes colas de gente, las cuales llegan al exterior de la estación y que, una vez dentro, se bifurcan a izquierda y derecha, hacia los túneles subterráneos que cruzan los andenes. Estas dos colas son para los trenes hacia Polonia.

En el caso de Uzhhorod, resulta mucho más fácil de lo que esperaba. Una vez en la estación, a media tarde, me dispongo a esperar al tren de las 16:50, pero en el lugar veo un tren que tiene la locomotora apuntando hacia el oeste. Decido preguntar a uno de los revisores de los casi veinte vagones, con la suerte de que ese mismo tren iba hacia mi destino. Me dejan subir sin siquiera pagar billete, dada la situación excepcional que atraviesa el país, y embarco en uno de los vagones con compartimentos. Mi sorpresa llega cuando veo que está parcialmente vacío. No imaginaba que la ruta eslovaca fuera tan poco frecuentada. Esto en verdad tiene una explicación muy sencilla: la frontera polaca está más cerca y son muchos los ucranianos con familiares en Polonia.

El viaje transcurre con normalidad, a través de unos Cárpatos cubiertos de nieve, en un viaje abrupto que dura poco más de cinco horas. Una vez en Uzhhorod, son muchos los voluntarios que esperan la llegada de los trenes. Pregunto cómo ir a la frontera eslovaca, pues me imaginaba yendo a pie, pero veo que hay varios autobuses gratuitos fletados por el ayuntamiento. A los diez minutos nos encontramos en la frontera, en la que se me separa más de una vez por ser hombre en edad militar. Después de mostrar mi pasaporte extranjero, los soldados desisten y puedo continuar. El cruce lo realizamos en un autobús en el que no cabe ni un alfiler. Nos bajamos para sellar el pasaporte y volvemos a entrar, hasta que llegamos al lado eslovaco.

En el lado eslovaco nos reciben voluntarios y ejército con té caliente, mientras nos sellan el pasaporte con un sello Schengen. Una vez terminado el proceso burocrático, caminamos doscientos metros y nos topamos con toda la organización humanitaria: carritos de bebé donados que esperan bebés ucranianos, ropa, ayuda al alojamiento, tarjetas SIM con un GB gratuito y varios autobuses con dos principales destinos: Kosice y Bratislava. La mayoría optan por la capital, Bratislava, debido a que está justo en la frontera austríaca y ofrece más posibilidades. Yo me quedo con Kosice porque tengo el vuelo de vuelta desde allí vía Irlanda. En mi número ucraniano, pasada ya la frontera, recibo un mensaje del gobierno eslovaco que me pregunta si soy nacional ucraniano, ofreciéndome diferentes vías para solicitar asilo en el país. No es mi caso, pero sí el de los varios miles de personas que han cruzado la frontera del país obligados por las acciones militares de Rusia.

Durante esta cobertura ha sido especialmente complicado poder trabajar sobre el terreno. Nos encontramos en un país que está siendo invadido, en el que las sospechas ante posibles colaboracionistas no paran de expandirse. Un individuo con una cámara es, efectivamente, contemplado como un potencial espía. En mi caso mismo, en el mercado de Dobrobut, al posicionarme para hacer una fotografía, saltó la voz de un hombre que rondaba los sesenta años y que empezó a reiterarme que no podía hacer fotos. No era un edificio militar ni un complejo estratégico, sino un mercado con cuatro o cinco tiendas abiertas. A partir de allí, fueron llegando diferentes personas en lo que podría haberse convertido en un linchamiento público. Mis explicaciones, indicando que soy periodista, no acabaron de convencer, pero apaciguaron la situación. Otro día, tomando fotografías de un edificio céntrico, se me acercó otro hombre que me recomendaba que no hiciera fotografías ‘’en estos tiempos’’. Y esto que nos encontramos en Lviv, una ciudad que no está en guerra.

La policía, además, solicita acreditaciones cuando te ven cámara en mano, sin siquiera haberte visto haciendo fotos. En general he tenido suerte porque no ha habido interrogatorios en exceso, pero incluso algunos ciudadanos de a pie querían corroborar mi acreditación. Otro es el caso de dos fotoperiodistas españoles que pude conocer en el hostal, cuyo nombre no revelaré, pero que vieron cómo su conductor fue detenido en su casa por ser visto con dos fotógrafos, supuestamente espías. Dadas las dificultades de la cobertura, tanto a mí como a ellos no nos ha quedado otra opción que abandonar Ucrania lo antes posible. De ser periodista a ser tratado como un ‘’espía’’ hay una delgada línea. Que se lo digan a Pablo González, detenido en Polonia hace unos días. Uno se imagina a priori que a los ucranianos les interesa la presencia de fotoperiodistas en el lugar, denunciando la situación, pero para nada se nos ha facilitado nuestro trabajo. Todo lo contrario. Si en Lviv ya era difícil, no quiero ni imaginar lo que debe significar para los compañeros en Kiev.

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